Despertando en San Francisco











En San Francisco una madrugada puede comenzar tan negra
como el resto del mundo,
o al menos tan negra como una noche
en el silencio de unas cuatrocientas casas apilonadas.
Ahora mismo San Francisco tiene una espera pasiva en las nubes;
puedo sentir el presagio de su orgullo por azul más quemante,
sin embargo, cuando el sol todavía es lo que vendrá,
sólo puede palparse un atrevimiento,
la insinuación que se trueca.
Un edificio flota en la distancia, guardando para sí,
cuatro luces de ventanas
y en su cabeza, los insectos merodean, en la mole
que guarece el sueño de por lo menos cien cabezas.
Pudiera decirse que aquel bulto negro será alguna vez el horizonte.
Pudiera decirse que por allí irá el mar definiendo la vista.
Pero no hay aire que recuerde a una gaviota,
aunque emane y atrape, una serenidad.
Por allí mis sentidos se escurren como si comenzara algo.
Hay bulla de madrugada, un claxon presume su fiereza y nadie se perturba.
Esta madrugada me luce conocida: un balcón, unos brazos extendidos,
la ligereza del rocío,
y un viento de mundo empezando,
un testigo.

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