No se desprenda de mí

No se desprenda de mí ningún hijo, 
ninguna criatura ensombrecida por el tanto.
Interior creado, no quiero ojos abiertos, ni color en los ojos que parezcan que pertenecen al proyecto. 
Los jardines son novelas prohibidas donde se entra para oler el camino, y la suavidad de los pétalos tienen redondeces que necesita la descendencia, un olor cualquiera.
No me miro en la pantalla ni en el lago.
En ninguna imagen mirable.
Los ojos están puestos, cerrados entre mis cejas 
que los aprisionan para que no se den cuenta. 
Mi esqueleto está truncado por sombras, las alas alargadas del cuervo se estiran sin intención probable sobre mi cráneo, 
duro como el témpano acabado de expulsar, 
esperando enternecido la tibieza. 
Chorrean mis huesos, mis fosas, mis concavidades de artificio
su tiza negra, y cubre el espacio que les da albergue.
No hay memoria para mi libro, sus páginas se descorren 
con la facilidad del agua cayendo en la cascada y mi célula se empapa escabullida en la algarabía que el papel descarga.
Ni instrumentos ni música, todo se queda estancado en la posibilidad que suene, 
y las cuerdas y las maderas, y los dedos, se esfuerzan en darme el momento.
Detesto las escalinatas que nos acercan a las exhibiciones. 
Los micrófonos que dibujan la violencia. 
Detesto ese juntar las caras aún cuando no sonríen, los ojos que se imponen a la nariz 
y a las cejas, como si un rayo hubiese hecho ya las distinciones. 
Detesto no pertenecer a ninguna bolsa, no tener las barras correctas en mi cuarto, 
que haya tantas caras, tantos abrazos yéndose.
Miro a través de las flores, esos dibujos que han hecho mis hijos.
Todos tenemos un sitio de privilegio.

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