Cada uno se inventa
Cada uno inventa su historia a la misma vez que la vive; crea el escenario para su héroe, que no es sino el mismo que lo inventa y que luego acarrea acontecimientos para el acicate. Este joven manejador de un carro acaba de llegar a la ciudad grandísima, enorme casi, repleta de calles y semáforos que intentan apabullar al que viene de menos y que puede ser igual a los de la ciudad. Este joven cree que conoce bastante a la ciudad. Sus calles, sus barrios, las diferenciaciones entre el peligro y la preocupación. Y sabe que hay sistemas sociales que se tejen alrededor de un vecindario, de un complejo de edificios, de una esquina, mucho más frecuente que alrededor de toda una ciudad. Ni él mismo sabe por qué está ciudad hace transitar su carro. Conversa con los pasajeros en franca duda, con su voz cuidadosa y un tanto austera, parca en acentos, en emociones, “sin tanta pasión, dice, y repite lo que muchas veces se ha preguntado: por qué no irse de aquí, por qué darle crédito a algo de lo que no está convencido. Hay otros sitios que pueden ser mejores, de acuerdo a la preferencia, eso es personal, se traba con los que van detrás. Hay gente que viene de esos sitios y afirman que esta ciudad es buena, pero que las hay mejores, pero aquí puede darse el deslumbramiento, darse por primera vez la oportunidad. Siendo tan joven, conduce mientras se pregunta, si podrá sostener esos sentimientos diez años más. Uno realmente se desencanta de los sitios, porque los sitios reservan el encanto sólo para los ojos núbiles. Cuando ya la retina es desposeída de la sorpresa inicial, empieza a encontrarse en los colores del entorno una carencia casi total de ilusión.
Ha estudiado en su país, el carro es sólo el pretexto para sentirse proletario; tiene una mira alta, quiere una compañía para sí, y dirigirla y potenciar sus posibilidades con una creatividad rayana en lo holgazán, no importa lo que luzca, pero tiene que ser una creatividad basada en la supeditación del espacio y el tiempo a cualquier otra consideración. Lleva unos pantalones cortos y una camiseta con una metrosexualidad poco escondida. Conversa de un tirón, siempre quedo, como si las razones le sobraran y esa arrogancia que da creer que el convencimiento personal es el que importa. No hay mala música en la ciudad, la gente se confunde; la ciudad da para todos, hay géneros de la música que él no sigue, ni él ni sus amigos. Los pasajeros deben estar asombrados, él lo repite a su forma, no hay que gritar eso, la voz puesta al servicio de los fines; no calificar la música, está para todos los gustos y la ciudad también, tiene esa capacidad de encontrar intersticios para todos los propósitos y aun así lucir homogénea. Tal vez se destaquen algunos colores más que otros, es cuestión de discernir entre matices, porque esta ciudad prospera al mismo ritmo que anima al que llega.
El carro es conducido por este joven que este fin de semana, con vestimenta de playa, se toma el tiempo para hablar con sus clientes del futuro que le espera y su timidez, casi su modestia inconfesable, aconsejan mirar de cerca a esta ciudad, olerla más despacio, andarle más sus áreas para que el juicio coincida con el suyo que no es precisamente feliz, ni confiado. Él tiene el juicio del que llega. Destinado a ser escéptico en los momentos extremadamente íntimos. Los pasajeros rozan con su vida social, pública, de manifestación. La sociedad es un enjambre de gente que aspira o se rinde. Esta sociedad está en el barrio, repite. Y hay que ubicarse en el barrio, y que el barrio sea el que camine poco a poco hasta el corazón de la ciudad, o sea, de la sociedad que vive en la ciudad y que la mayoría se obsesiona con encontrarle defectos a su rostro como si el rostro de esta ciudad no fuera más que la conjunción de cientos de barrios fluyendo a su centro.
Si el pasajero es atento, el chofer será el doble. El chofer es joven, tiene no sólo el timón del carro en las manos, sino al futuro que está precisamente en el próximo paso, indeciso aún, pero en el paso que surgirá ineludiblemente de la buena intención y un ansia bien aquilatada. No hay que escuchar demasiado al pasajero, ser atento y exponer criterios. Si el pasajero elogia al chofer, es deber del chofer elogiar la ciudad, única responsable de sus conductas. Aquí ha llegado, aquí va a contar su historia, y en esta vida, tan larga, tan futura, habrá cabida para los éxitos soñados y hasta para un poco más.
Ha estudiado en su país, el carro es sólo el pretexto para sentirse proletario; tiene una mira alta, quiere una compañía para sí, y dirigirla y potenciar sus posibilidades con una creatividad rayana en lo holgazán, no importa lo que luzca, pero tiene que ser una creatividad basada en la supeditación del espacio y el tiempo a cualquier otra consideración. Lleva unos pantalones cortos y una camiseta con una metrosexualidad poco escondida. Conversa de un tirón, siempre quedo, como si las razones le sobraran y esa arrogancia que da creer que el convencimiento personal es el que importa. No hay mala música en la ciudad, la gente se confunde; la ciudad da para todos, hay géneros de la música que él no sigue, ni él ni sus amigos. Los pasajeros deben estar asombrados, él lo repite a su forma, no hay que gritar eso, la voz puesta al servicio de los fines; no calificar la música, está para todos los gustos y la ciudad también, tiene esa capacidad de encontrar intersticios para todos los propósitos y aun así lucir homogénea. Tal vez se destaquen algunos colores más que otros, es cuestión de discernir entre matices, porque esta ciudad prospera al mismo ritmo que anima al que llega.
El carro es conducido por este joven que este fin de semana, con vestimenta de playa, se toma el tiempo para hablar con sus clientes del futuro que le espera y su timidez, casi su modestia inconfesable, aconsejan mirar de cerca a esta ciudad, olerla más despacio, andarle más sus áreas para que el juicio coincida con el suyo que no es precisamente feliz, ni confiado. Él tiene el juicio del que llega. Destinado a ser escéptico en los momentos extremadamente íntimos. Los pasajeros rozan con su vida social, pública, de manifestación. La sociedad es un enjambre de gente que aspira o se rinde. Esta sociedad está en el barrio, repite. Y hay que ubicarse en el barrio, y que el barrio sea el que camine poco a poco hasta el corazón de la ciudad, o sea, de la sociedad que vive en la ciudad y que la mayoría se obsesiona con encontrarle defectos a su rostro como si el rostro de esta ciudad no fuera más que la conjunción de cientos de barrios fluyendo a su centro.
Si el pasajero es atento, el chofer será el doble. El chofer es joven, tiene no sólo el timón del carro en las manos, sino al futuro que está precisamente en el próximo paso, indeciso aún, pero en el paso que surgirá ineludiblemente de la buena intención y un ansia bien aquilatada. No hay que escuchar demasiado al pasajero, ser atento y exponer criterios. Si el pasajero elogia al chofer, es deber del chofer elogiar la ciudad, única responsable de sus conductas. Aquí ha llegado, aquí va a contar su historia, y en esta vida, tan larga, tan futura, habrá cabida para los éxitos soñados y hasta para un poco más.
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