Donaire
No hubo una vez para aquellos montículos
que por dentro empujaban tanto.
Se agruparon en su verde estéril a contar sus ramas.
Dejaron que el aire y la luz atravesaran sus hojas casi perfectas.
Cediendo bajo el peso insufrible de la realidad, aquietaron saetas
que por doquier reclamaban las formas disímiles,
el sesgo enorme, el creer volar,
y a la misma sombra arrastrándose por el suelo.
Se quedaron en su huevo imaginario, deseando decir,
(los caballos pacían) aptos.
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