Una jungla de ladrillos

Una jungla de ladrillos blanquecinos protege la entrada de mi casa. Pavers, nada de bricks. Pavers 
que tras las lluvias lucen mortecinos, lechosos, con opacidades y lagos carmelitosos que estorban a la vista. 
Contra las manchas de los pavers, cloro. 
Cloro y agua. 
Con la manguera demasiado fina en las manos, mi mente es la de un loco, la de un paver más, enlodado, sacudiéndose con sorna, el agua.
La calle, solitaria me deja trabajar. 
Como no hay aceras, no hay transeúntes, y los carros  llaman mi atención como fantasmas que se descorren en frente mío.
Una muchacha, empuja un coche con un niño dentro. 
A su lado, una niña de seis años afinca su manita en un lado del coche 
a la misma vez que trata de mantener la velocidad de la madre.
Gorda, no tan gorda como amorfa, 
con esa grasa que da la impresión de que el esqueleto no es suficiente, 
camina con la premura del que lo esperan, 
y lleva la vista puesta en el frente, despejando el camino con los ojos.
La niña, me echa una mirada ladina casi. 
Tímida. Pero curiosa. Rápida, una mirada como para no perderse nada. 
La madre no se da cuenta. Creo que ni ve que estoy allí, 
observándolas con la manguera en la mano 
destrozando la mugre de los pavers. 
Sólo un abúlico mira como miro yo. 
No un obseso, ni un poeta, ni un admirador. 
No hay interés más que el de mirar. 
Como un carruaje tirado por caballos de trenzas de oro, briosos, 
así el niño se deja llevar en el cochecito,
y la niña, a su lado, parece divertirle todo. 
Un poeta preguntaría ¿son ustedes de Nicaragua?. 
O un sociólogo, o un psicólogo, un especialista de materias circunvaladas, 
preguntaría algo más específico. 
¿Un abúlico, qué preguntaría? Caminan rápido, inalcanzables aún a las preguntas.
Consigo quedarme con la manguera en la mano.

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